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viernes, 19 de diciembre de 2008

MONTESQUIEU, "El Espíritu de las Leyes". Parte I Libro I


tomado de "Filosofía Digital"

EL ESPÍRITU DE LAS LEYES, por Montesquieu


“Las leyes, en su más amplia significación, son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido, todos los seres tienen sus leyes. Los que afirmaron que todos los efectos que vemos en el mundo son producto de una fatalidad ciega, han sostenido un gran absurdo, ya que ¿cabría mayor absurdo que pensar que los seres inteligentes fuesen producto de una ciega fatalidad? Hay, pues, una razón primigenia. Y las leyes son las relaciones que existen entre esa razón originaria y los distintos seres, así como las relaciones de los diversos seres entre sí.”

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LAS RELACIONES NECESARIAS Y LA NATURALEZA DE LAS COSAS

Las leyes, en su más amplia significación, son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido, todos los seres tienen sus leyes: las tiene la divinidad (“La ley es reina de todos, mortales e inmortales”, dice Plutarco), el mundo material, las inteligencias superiores al hombre, los animales y el hombre mismo.

Todos los seres tienen sus leyes. ¿Cabría mayor absurdo que pensar que los seres inteligentes fuesen producto de una ciega fatalidad?

Los que afirmaron que todos los efectos que vemos en el mundo son producto de una fatalidad ciega, han sostenido un gran absurdo, ya que ¿cabría mayor absurdo que pensar que los seres inteligentes fuesen producto de una ciega fatalidad? Hay, pues, una razón primigenia. Y las leyes son las relaciones que existen entre esa razón originaria y los distintos seres, así como las relaciones de los diversos seres entre sí.

Dios se relaciona con el Universo en cuanto que es su creador y su conservador. Las leyes según las cuales lo creó son las mismas por las que lo conserva. Obra conforme a estas reglas porque las conoce; las conoce porque las ha hecho y las ha hecho porque tienen relación con su sabiduría y su poder.

De este modo la creación, que se nos presenta como un acto arbitrario, supone reglas tan inmutables como la fatalidad de los ateos. Sería absurdo decir que el Creador podría gobernar el mundo sin estas reglas, pues sin ellas no subsistiría. Dichas reglas constituyen una relación constantemente establecida. Toda diversidad es uniformidad y todo cambio es constancia.

Antes de que hubiese seres inteligentes, éstos eran ya posibles; así, pues, tenían relaciones posibles, y, por consiguiente, leyes posibles. Antes de que se hubieran dado leyes había relaciones de justicia posibles. Decir que sólo lo que ordenan o prohiben las leyes positivas es justo o injusto, es tanto como decir que que antes de que se trazara círculo alguno no eran iguales todos sus radios.

Hay que reconocer, por tanto, la existencia de relaciones de equidad anteriores a la ley positiva que las establece; así, por ejemplo: imaginando posibles sociedades de hombres, sería justo adaptarse a sus leyes; si hubiera seres inteligentes que hubiesen recibido algún beneficio de otro ser, deberían estarle agradecidos; si un ser inteligente hubiera creado a otro, éste debería permanecer en la dependencia que tuvo desde su origen; un ser inteligente que hubiera hecho algún mal a otro ser inteligente merecería recibir el mismo mal, y así sucesivamente.

Pero no se puede decir que el mundo inteligente esté tan bien gobernado como el mundo físico, pues aunque aquél tiene igualmente leyes que por naturaleza son invariables, no las observa siempre, como el mundo físico observa las suyas. La razón de ello estriba en que los seres particulares inteligentes son, naturalmente, limitados, y, por consiguiente, están sujetos a error. Y, por otra parte, corresponde a su naturaleza el poder obrar por sí mismos, de suerte que, no sólo no siguen constantemente sus leyes originarias, sino que tampoco cumplen siempre las que se dan ellos mismos.

Los animales conservan tanto su ser particular como su especie por el atractivo del placer. Tienen leyes naturales porque están unidos por el sentimiento, pero no tienen leyes positivas porque no están unidos por el conocimiento. Sin embargo, no cumplen invariablemente sus leyes naturales. Las plantas, en las que no advertimos sentimiento ni conocimiento, las cumplen mejor.

El hombre, en cuanto ser físico, está gobernado por leyes invariables como los demás cuerpos. En cuanto ser inteligente, quebranta sin cesar las leyes fijadas por Dios y cambia las que él mismo establece. A pesar de sus limitaciones, tiene que dirigir su conducta; como todas las inteligencias finitas, está sujeto a la ignorancia y al error, pudiendo llegar incluso a perder sus débiles conocimientos; como criatura sensible, está sujeto a mil pasiones.

Un ser semejante podría olvidarse a cada instante de su Creador, pero Dios le llama a Sí por medio de las leyes de la religión; de igual forma podría a cada instante olvidarse de sí mismo, pero los filósofos se lo impiden por medio de las leyes de la moral; nacido para vivir en sociedad, podría olvidarse de los demás, pero los legisladores le hacen volver a la senda de sus deberes por medio de las leyes políticas y civiles.

DE LAS LEYES DE LA NATURALEZA

Antes que todas estas leyes están las de la naturaleza, así llamadas porque derivan únicamente de la constitución de nuestro ser. Para conocerlas bien hay que considerar al hombre antes de que se establecieran las sociedades, ya que las leyes de la naturaleza son las que recibió en tal estado.

La creación, que se nos presenta como un acto arbitrario, supone reglas tan inmutables como la fatalidad de los ateos. Toda diversidad es uniformidad y todo cambio es constancia.

La ley que imprimiendo en nosotros la idea de un creador nos lleva hacia él, es la primera de las leyes naturales por su importancia, pero no por el orden de dichas leyes. El hombre, en estado natural, tendría la facultad de conocer, pero no conocimientos. Es claro que sus primeras ideas no serían ideas especulativas. Pensaría en la conservación de su ser antes de buscar su origen. Un hombre así sólo sería consciente, al principio, de su debilidad; su timidez sería extremada. Y si fuera preciso probarlo por la experiencia, bastaría el ejemplo de los salvajes encontrados en las selvas, que tiemblan por nada y huyen de todo.

En estas condiciones cada uno se sentiría inferior a los demás o, todo lo más, igual, de modo que nadie intentaría atacar a otro. La paz sería, pues, la primera ley natural. Hobbes atribuye a los hombres, en primer término, el deseo de dominarse los unos a los otros, lo cual no tiene fundamento, ya que la idea de imperio y de dominación es tan compleja y depende de tantas otras ideas, que difícilmente podría ser la que tuvieran los hombres en primer lugar. Hobbes se pregunta: “¿Por qué los hombres van siempre armados si no son guerreros por naturaleza, y por qué tienen llaves para cerrar sus casas?” Con ello no se da cuenta de que atribuye a los hombres, antes de establecerse las sociedades, posibilidades que no pueden darse hasta después de haberse establecido, por no existir motivos para atacarse o para defenderse.

Al sentimiento de su debilidad el hombre uniría el sentimiento de sus necesidades, y, así, otra ley natural sería la que le inspirase la búsqueda de alimentos.

He dicho que el temor impulsaría a los hombres a huir unos de otros, pero los signos de un temor recíproco y, por otra parte, el placer que el animal siente ante la proximidad de otro animal de su especie, les llevaría al acercamiento. Además, dicho placer se vería aumentado por la atracción que inspira la diferencia de sexos. Así, la solicitud natural que se hacen siempre uno a otro constituiría la tercera ley.

Aparte del sentimiento que en principio poseen los hombres pueden, además, adquirir conocimientos. De este modo tienen un vínculo más del que carecen los demás animales. El conocimiento constituye, pues, un nuevo motivo para unirse. Y el deseo de vivir en sociedad es la cuarta ley natural.

DE LAS LEYES POSITIVAS

Desde el momento que los hombres se reúnen en sociedad, pierden el sentimiento de su debilidad; la igualdad en que se encontraban antes deja de existir y comienza el estado de guerra.

Cada sociedad particular se hace consciente de su fuerza, lo que produce un estado de guerra de nación a nación. Los particulares, dentro de cada sociedad, empiezan a su vez a darse cuenta de su fuerza y tratan de volver en su favor las principales ventajas de la sociedad, lo que crea entre ellos el estado de guerra.

Estos dos tipos de estado de guerra son el motivo de que se establezcan las leyes entre los hombres. Considerados como habitantes de un planeta tan grande que tiene que abarcar pueblos diferentes, los hombres tienen leyes que rigen las relaciones de estos pueblos entre sí: es el derecho de gentes. Si se les considera como seres que viven en una sociedad que debe mantenerse, tienen leyes que rigen las relaciones entre los gobernantes y los gobernados: es el derecho político. Igualmente tiene leyes que regulan las relaciones existentes entre todos los ciudadanos: es el derecho civil.

El derecho de gentes se funda en el principio de que la distintas naciones deben hacerse, en tiempo de paz, el mayor bien, y en tiempo de guerra, el menor mal posible, sin perjuicio de sus verdaderos intereses.

El objeto de la guerra es la victoria; el de la victoria, la conquista; el de la conquista, la conservación. De este principio y del que precede deben derivar todas las leyes que constituyan el derecho de gentes.

Todas las naciones tienen un derecho de gentes; lo tienen incluso los iroqueses que, aunque se comen a sus prisioneros, envían y reciben embajadas y conocen derechos de la guerra y de la paz. El mal radica en que su derecho de gentes no está fundamentado en los verdaderos principios.

Además del derecho de gentes que concierne a todas las sociedades, hay un derecho político para cada una de ellas. Una sociedad no podría subsistir sin Gobierno. “La reunión de todas las fuerzas particulares -dice acertadamente Gravina- forma lo que se llama estado político”.

El hombre, en estado natural, tendría la facultad de conocer, pero no conocimientos. La ley es la razón humana en cuanto gobierna a todos los pueblos. (Museo de cadáveres humanos en Shanghay)

La fuerza general puede ponerse en manos de uno solo o en manos de muchos. Algunos han pensado que el gobierno de uno solo era el más conforme a la naturaleza, ya que ella estableció la patria potestad. Pero este ejemplo no prueba nada, pues si la potestad paterna tienen relación con el poder de uno solo, también ocurre que la potestad de los hermanos, una vez muerto el padre, y la de los primos-hermanos, muertos los hermanos, tiene relación con el gobierno de muchos. El poder político comprende necesariamente la unión de varias familias. Mejor sería decir, por ello, que el Gobierno más conforme a la naturaleza es aquel cuya disposición particular se adapta mejor a la disposición del pueblo al cual va destinado.

Las fuerzas particulares no pueden reunirse sin que se reúnan todas las voluntades. “La reunión de estas voluntades -dice también Gravina- es lo que se llama estado civil”.

LA LEY ES LA RAZÓN HUMANA QUE GOBIERNA A TODOS LOS PUEBLOS

La ley, en general, es la razón humana en cuanto gobierna a todos los pueblos de la tierra; las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser más que los casos particulares a los que se aplica la razón humana. Por ello, dichas leyes deben ser adecuadas al pueblo para el que fueron dictadas, de tal manera que sólo por una gran casualidad las de una nación pueden convenir a otra.

Es preciso que las mencionadas leyes se adapten a la naturaleza y al principio del Gobierno establecido, o que se quiera establecer, bien para formarlo, como hacen las leyes políticas, o bien para mantenerlo, como hacen las leyes civiles.

Deben adaptarse a los caracteres físicos del país, al clima helado, caluroso o templado, a la calidad del terreno, a su situación, a su tamaño, al género de vida de los pueblos según sean labradores, cazadores o pastores. Deben adaptarse al grado de libertad que permita la constitución, a la región de los habitantes, a sus inclinaciones, a su riqueza, a su número, a su comercio, a sus constumbres y a sus maneras.

Finalmente, las leyes tienen relaciones entre sí; con sus orígenes, con el objeto del legislador y con el orden de las cosas sobre las que se legisla. Las consideraremos bajo todos estos puntos de vista.

Lo que me propongo hacer en esta obra es examinar todas estas relaciones que, juntas, forman lo que se llama el espíritu de las leyes.

No he separado las leyes políticas de las civiles porque como no trato de las leyes sino de su espíritu, y como este espíritu consiste en las diversas relaciones que las leyes pueden tener con las distintas cosas, he tenido que seguir el orden de las relaciones y de las cosas, y no el orden natural de las leyes.

Examinaré primero las relaciones que tienen las leyes con la naturaleza y con el principio de cada Gobierno, y puesto que este principio tiene sobre las leyes una influencia suprema, pondré todo mi cuidado en conocerlo bien; si lo consigo, se verán surgir las leyes de él, como de su propio manantial. Hecho esto, pasaré a examinar las demás relaciones que parecen más particulares.

MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, Primera parte, Libro I. Sarpe, 1984.

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