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domingo, 11 de enero de 2009

PANCHO VILLA SÍ CONQUISTÓ COLUMBUS, NUEVO MEXICO

Copiado del suplemento de "La Jornada", "La Jornada Semanal":



Pancho Villa sí conquistó Columbus

Ignacio Solares

Para Marisol Schulz

La División del Norte estaba en su mejor momento. Éramos tres mil. O quizá cuatro mil, o cinco mil, porque nunca nos habíamos contado bien, pero más o menos por ahí andaba la cantidad. En cualquier pueblo o pueblucho que pisábamos, siempre había un montón, o un montoncito, de gente que se nos quería unir. Hombres, mujeres, y hasta algunos chavalos, no faltaban los chavalos. Por eso, porque se sabía jefe de un enorme ejército –de lo más variado, por lo demás–, desde fines de enero, Villa planeó la invasión a Estados Unidos por el rumbo de Ojinaga, pero era tanta la gente que todavía se nos quería unir al proyecto, que prefirió posponerlo un par de meses. Mientras más fuera el montón de guerrilleros mexicanos que se metiera a los Estados Unidos, mejor, ¿no? Por eso luego, ya que éramos un titipuchal, fue en Palomas, pequeña ciudad fronteriza a unos cuantos kilómetros de Columbus, donde Villa nos hizo saber su decisión.

Esa tarde del ocho de marzo de aquel mil novecientos dieciséis, nos habló como yo no lo había oído, con una inspiración que le quebraba la voz y lo obligaba a detenerse a cada momento por la cantidad de lágrimas que derramaba. Nos juntó en la falda de un monte, y él se puso en el lugar más alto para que todos lo oyéramos bien y no nos quedara lugar a dudas de lo que decía. El sol pareció también pasmarse en lo alto y se levantó una brisa que puso a chasquear los huizaches y las nopaleras.

–Muchachos, ora sí llegó el mero momento bueno en que se decidirá el futuro de nuestra amada patria, y a ustedes y a mí nos tocó la suerte de jugarlo. ¡Vamos pues a jugarlo valientemente! Ya aquí, ni modo de rajarnos. Nuestro resto a una carta, como los hombres que traen bien fajados los pantalones para apostar. O lo ganamos todo o lo perdemos todo, total. En esta frontera de Palomas está la raya mágica que nos separa de la gloria o de la perdición. Estamos muy cansados, lo sé, por eso no podemos esperar más, ni un segundo más. Son muchos años de pelear desde que nos levantamos contra don Porfirio. Luego, ya ven, peleamos contra los colorados de Orozco, contra los pelones de Huerta, contra los carranclanes de Carranza. Hoy nos toca partirles su madre a los gringos, ni modo. Hemos peleado contra todo y contra todos, pero siempre por el mismo ideal, nuestro ideal no ha cambiado para nada. Es la causa del pueblo, la que obligó a don Francisco Madero a levantarse en armas contra la tiranía. Quiero decirles que Madero es el hombre al que yo más he querido y respetado, por el que me inicié en este asunto de la guerra, y por quien aún sigo aquí. Por eso su foto me acompaña a todos lados, en las buenas y en las malas –y de un bolsillo de la casaca, del lado del corazón, Villa sacó una foto de Madero y la puso en alto–. Mírenla. Aquí la pueden ustedes ver. Esta foto la veo yo a cada rato y se me llenan los ojos de lágrimas y se me quitan los temores que a todos nos dan. Me digo: si él dio su vida que valía tanto, ¿por qué no yo la mía que apenas si vale? Y veo la foto y me entran las ganas de luchar por los ideales que nos dejó y de acabar hasta la extinción total de sus asesinos. Asesinos que, hoy lo sabemos, están allá –y señaló hacia tierra mexicana–, pero también, y sobre todo, están allá –y señaló hacia tierra norteamericana–. Fueron los gringos quienes nos quitaron la mitad de nuestro territorio, que hoy tanto necesitaríamos, y quienes utilizaron al traidor de Victoriano Huerta para derrocar a nuestro salvador, el presidente Madero. Así como hoy utilizan al traidor de Carranza para apoderarse del país y robarse los mejores frutos de nuestra tierra. Esos mismos gringos ladrones que pretenden manejar nuestros gobiernos a su antojo, quitar y poner autoridades como se les pega la gana y según lo dictan sus intereses económicos y políticos. Hablan de democracia, ya ustedes los han oído, pero a nosotros nos tratan como animales si llegamos a trabajar a sus tierras. Animales, bestias de carga, esclavos que sólo responden al chasquido del látigo, eso somos para ellos. O nos utilizan o nos roban o nos rocían con gasolina y luego nos prenden fuego, como acaba de suceder hace unos meses con cuarenta mexicanos que intentaban cruzar legalmente el puente del Río Bravo. ¡Cuarenta mexicanos quemados vivos por los gringos! Ahora ya andan otra vez con querernos invadir porque dizque nosotros mismos no sabemos gobernarnos, y cómo vamos a saberlo con un traidor como Carranza en la presidencia, pero no lo van a lograr porque nosotros nos les vamos a adelantar. Hoy entramos a Columbus, les partimos su madre y seguimos de frente, para que vean que no les tenemos miedo y de lo que somos capaces. Porque enseguida va a venir la verdadera guerra con ellos, apenas llegue a acompañarnos el señor Emiliano Zapata con todas sus tropas, él mismo me ha asegurado que ya no tarda. No vamos a parar hasta vengar tanta ofensa como nos han hecho los gringos, hijos de su chingada madre, a lo largo de la historia. Entonces, ya que recuperemos el rico territorio perdido y los tengamos dominados, habrá paz y progreso en México y nuestros hijos heredarán una tierra amplia, libre y digna.


Foto: america-magna.blogspot.com

Tuvo que interrumpirse porque las lágrimas ya no lo dejaron continuar, y quizá fueron esas lágrimas las que terminaron de inflamar nuestro ánimo para levantar al unísono nuestras armas:

–¡Viva Villa! ¡Viva el presidente Madero! ¡Viva México! ¡Mueran los gringos!

Nuestro éxito fue que nadie en Columbus, ni en ninguna otra parte de México o de Estados Unidos, podía tomar en serio nuestra intención. En aquel tiempo, casi todos los días aparecían notas en los periódicos de una posible invasión norteamericana a México, pero de México a Estados Unidos, ¿cuándo?

Desde que, cabalgando dentro del mayor silencio posible, cruzamos la frontera, nos adentramos en territorio americano, y vimos el tenue resplandor de la ciudad a lo lejos, yo sentí que me adentraba en el pasillo de un sueño –no se me quitó la sensación de irrealidad en ningún momento–, que estaba viviendo un privilegio único que, quizá, muy pocos mexicanos volvieran a vivir. Y, bueno, habría que revisar nuestra historia de entonces para acá.

Por ahí se veían encendidos unos cuantos faroles en las esquinas y en la estación de ferrocarril. Ladridos intermitentes de perros. La ciudad de Columbus es muy pequeña y en forma de chorizo –con todos sus edificios importantes en la misma avenida, la Bondary –, así que la estrategia era, literalmente, barrerla, destruyendo todo cuanto encontráramos a nuestro paso. Saquear el banco y una tienda llamada Lemon and Payne , muy bien surtida y, sobre todo, detenerse en el hotel Comercial para pedirle cuentas a un tal Samuel Ravel, quien le debía a Villa unos rifles Springfield que ya le había pagado.

Entramos exactamente al cuarto para la seis de la mañana, con el primer sol que despuntaba, lo sé porque uno de los tiros que disparamos le dio al reloj de la aduana, deteniendo su funcionamiento, lo vi clarito.

De un lado de esa calle principal, apenas a la entrada, estaba el cuartel con sus cerca de mil soldados todavía dormidos: se levantarían quince minutos después de que nos les echamos encima (Villa lo previó todo): el XIII Regimiento de Caballería de Estados Unidos, al mando del general Herbert Slocum. Del otro lado de la calle estaban los establos. ¡Cuidado, no se vayan a confundir, nos advirtió Villa! Luego nos dijo: al primer disparo que suelte yo, todos al galope, al grito de “¡Viva México! ¡Mueran los gringos!”, y a acabar con ellos, muchachitos.

El momento en que Villa soltó ese primer disparo al aire, hincamos las espuelas al tiempo que gritábamos: “¡Viva México! ¡Mueran los gringos!”, con el corazón enloquecido afuera del pecho y la sensación de que violábamos lo prohibido, que nos metíamos a donde nunca nadie, en esa forma, se había metido. Y, bueno, pasara lo que pasara, ¿quién nos quitaba esa emoción?

Hicimos una matazón tremebunda en el cuartel. Yo me despaché a dos o tres soldados gringos que apenas se levantaban medio encuerados de sus literas, con caras de asombro. ¿Cómo podían suponer los pobres pendejos que estaban muriendo porque los mexicanos habían invadido su país? Una vez que los acabamos, nos seguimos hacia el pueblo, a buscar otros sitios que atacar, ¿qué otra cosa podíamos hacer si ya nos sentíamos dueños del lugar? Yo por eso me seguí de filo, a todo galope, dentro de la galería de rostros convulsos que salían de las casas asaltadas, tropezándose, con niños en brazos o levantando las manos en señal de rendición, corriendo hacia todos lados como hormigas espantadas.

Entonces me di cuenta de un grave error cometido por algunos de mis compañeros: prenderle fuego a la tienda Lemon and Payne, atiborrada de artículos inflamables, lo que iluminó en forma esplendorosa la calle por la que andábamos con nuestro relajo. Y no es lo mismo echar ese relajo –pegar de gritos, tirar balazos al aire, acribillar los vidrios de las ventanas, dar vueltas como trompo en el caballo, tronarse a quien encuentra uno en el camino–, que organizar un verdadero ataque con las armas y los hombres en los puestos adecuados: exactamente lo que hizo el resto de los soldados norteamericanos que habían sobrevivido a nuestro ataque, y que todavía era un montón: atacaban con una furia desatada, como si de pronto se hubieran dado cuenta de que, carajo, estaban siendo invadidos por pinches mexicanos.


Columbus, Nuevo Mexico atacada por Pancho Villa. Foto: america-magna.blogspot.com

Villa reaccionó enseguida y reordenó sus filas. Además, acabó de intimidarlos con una estrategia muy suya: cerrar pinzas. Ya con el día encima, vimos llegar un verdadero huracán de caballos. No parecían seres vivos sino fantasmales. Miles de caballos de la División del Norte envueltos en nubes de polvo y en un sol radiante, recién nacido que, parecía, también llevaban consigo. Todos con el mismo grito, que revoloteaba en lo alto y agitaba las ramas de los árboles: “¡Viva Villa, mueran los gringos!”

Al grueso de la columna villista la protegían guardaflancos móviles que se desplazaban a saltos y eran los que más daño hacían al toparse con el enemigo porque les llegaban por todos lados.

Luego me enteré de que algunos villistas acostumbraban lazar ramas de mezquite y las arrastraban a cabeza de silla, con el objeto de levantar más polvo. Doscientos o trescientos hombres, con sus ramas a cabeza de silla, daban la impresión de ser muchos más, el doble o el triple, por la polvareda que levantaban. Algo muy teatral, pero efectivo. Como predijo Villa desde su discurso inicial: le partimos toditita su madre al xiii Regimiento de Caballería de Estados Unidos.

Antes del mediodía, ya con la ciudad conquistada, Villa nos reunió en la plaza central de Columbus y, subido en el quiosco, nos arengó:

–¡Ahora sí, muchachitos, ya encarrerados vámonos al norte, rumbo a Washington!

Toda la División del Norte respondió con un solo grito atronador:

–Viva México, mueran los gringos!

*Del libro: Ficciones de la Revolución Mexicana,
de próxima aparición en Editorial Alfaguara.


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