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miércoles, 25 de noviembre de 2009

FAUSTO ALZATI FERNÁNDEZ. Nostalgia por el nunca fue: porno vs. lo imposible

 

Fausto Alzati Fernández

Nostalgia por el nunca fue:
porno vs. lo imposible

 
 
…reconocerse a uno mismo como completamente implicado en el mundo,
nos libera de la necesidad de enraizar nuestra política en la identificación,
los partidos de vanguardia, la pureza o la maternidad.

Donna Haraway, Manifiesto Cyborg


Al recorrer cualquier tianguis, estación de metro o esquina urbana, una y otra vez nos topamos con puestos de lona roja de películas piratas. Unas clonadas y otras recién “filmadas” en vivo y en directo desde la sala de algún cine local, con efectos de cámara digital de mano y todo, bien realista. Y entre esa abrumadora congestión del llamado séptimo arte, entre los oleajes de ese mar de tramas y traumas, algo nos hace voltear, a mirar de nuevo o hacia otro lado, pero nos mueve.
La producción de películas porno supera la del cine de cualquier otro género, con ganancias anuales que rebasan aquellas del resto del mundo del entretenimiento, incluyendo las de todos los deportes. Observamos a tantas personas entrar a los puestos y seleccionar con aires de atención y prisa –portando el bien ensayado gesto de indiferencia en el semblante– la porno que consumirán llegando de la chamba; así es posible encontrarnos ante las numerosas portadas, escogiendo las imágenes que ingeriremos. Grandes producciones con actrices afamadas en el medio, colecciones amateur y hasta filmaciones clandestinas de lo que ocurre en las habitaciones de frecuentados moteles u hoteles de la gran Tenochtitlán (por si alguien tenía dudas acerca de qué y cómo lo hacen los otros en nuestra bella ciudad). En secciones temáticas nos hallamos perplejos mirando como una mujer es bañada por el semen de un burro al que acaba de hacer una felación o vemos a tres mujeres con penes, vestidas de látex, en mesas de quirófano; jóvenes, abuelitas, gay adolescente enfocado en los piercings, sexo lésbico arabesco, bondage, transexuales con fetiche de navajas, sexo interracial anal, enanos con secretarias, necrofilia, bukake, gang-bang, squirting casero, máquinas y juguetes, sadomasoquismo y disciplina, hentai, violaciones, orina y heces, voyerista de supermercado. El que busca encuentra; es decir, se le encuentra.
Creer que contamos con alguna especie de inmunidad ante estas imágenes, como si hubiera un sitio afuera, impermeable por las imágenes que constituyen la textura de las fantasías que nos rodean y habitan, es un delirio. No es que las secuencias que miramos se conviertan en actos –el pasaje al acto no es una premisa necesaria al hablar del consumo de imágenes–, pero tampoco podemos considerar el acto de mirar como algo pasivo en sí. Nos implica. Afanarse a la convicción de que se es escéptico, de que poseemos una especie de pureza crítica, es una ingenuidad brutalmente peligrosa. Es la fórmula infalible para no darnos cuenta de que no nos damos cuenta.
Se desencadenan fantasías y se introyectan otras tantas. Las secuencias fueron filmadas con una mirada en mente; por lo tanto, nuestra mirada es parte intrínseca de la escena que mira(mos). Indivisibles, entrañables. Creer que somos suspicaces no afecta lo vulnerables que somos, sólo hace de ello un punto ciego. No basta con no mirar las películas, aun así somos vistos por otros, de acuerdo con el sentido que éstas proponen. Censurarlas no cancela las formas de erotizar que en ellas se (re)presentan o se simulan. Interpelación. Es por medio de estas visiones que podemos quizás analizar y deconstruir las narrativas del deseo que moldean las manifestaciones y texturas de nuestros deseos. Lo que deseamos –o creemos que deseamos– y lo que rechazamos son axiomas básicos que entretejen la identidad que asumimos y desde la cual interpretamos y actuamos. Ni más ni menos. Ahí estamos. El porno es estética, política y ética. La teoría disfrazada de lubricantes. No podemos aislarnos, vivir de manera absoluta, independiente. No somos permanentes, somos permeabilidad.
Ya que el porno es un género tan difícil de definir con claridad y certeza, reconocerle a menudo no tiene otro eje de dilucidación que las reacciones corporales que incita en el espectador. ¿Dónde estamos si nuestros cuerpos se ven manoseados por las imágenes? ¿Fuera o dentro de la pantalla? El género de producción más prolífica, que involucra cómo nos miramos y qué queremos unos de/con otros diariamente, merece que lo contemplemos con atención; que lo despojemos de la capa de tabú, transgresión y enigma que lo protege de la reflexión. Apreciar su relación con nuestra subjetividad. No hay donde mirar que no esté ahí, pulsando. A pesar de la inversión que hemos hecho en la fascinación, podemos aspirar a una creación subjetiva que no esté obligada a la mediación de estos modelos de sentido.

LA DEMANDA
…quien dice “¡No mientas!” tiene que decir antes “¡Responde!” […]. Entre el que da órdenes y el que tiene que obedecerlas no hay una desigualdad tan radical como entre quien tiene derecho a exigir una respuesta y quien tiene la obligación de responder.
Milan Kundera, La inmortalidad
Recuerdo que tenía una cámara de video que se podía conectar directamente al televisor para ver lo que había filmado. Inclusive contaba con la opción de grabar mientras la cámara seguía conectada, y así podía ver en la pantalla lo que pasaba por el ojo de ésta. Claro, lo grabado se reducía a lo que ocurría en la habitación, pero había un efecto cuya invitación a la absorción y el asombro excedía la de cualquier representación. Si se volteaba la cámara para que mirara directamente a la pantalla, no se veía una toma del televisor; lo que aparecía era una especie de túnel de tonos claros cuya velocidad variaba según el ángulo de la cámara. Era como si la cámara, al intentar mirar su propia mirada, terminara en un diferir de sí misma sin fin.
La conciencia –por así llamarla– o el registro de la experiencia como tal, muestra este mismo efecto: para ser consciente de algo, debo ser consciente de que soy consciente de ello, y a su vez, consciente de que soy consciente de que soy consciente…No es algo que uno se proponga, sino que este continuo suspender, postergar y reflejar es parte de la estructura de nuestras experiencias.
Además del aplazar que genera la cámara frente a la pantalla o el registro de la experiencia, el deseo –por así llamarlo…– muestra esta continua elusividad ante la localización, este escurrirse a cualquier principio, marca o fin. Inasible y aparente. El deseo evade la significación (inclusive ésta); se mueve entre las irreparables brechas de nuestra experiencia; siempre ya aparente, siempre ya inaprensible.
Un orgasmo se vive únicamente en primera persona; y lo que es más, aun en primera persona sus cualidades expresan un vertiginoso despliegue de tonos y texturas ominosas: no es localizable ni en el espacio ni el tiempo. Sin embargo, la cámara osa asirle–y con premura. Y por supuesto, lo intenta.
Linda Williams, en su eminente obra Hard Core. Power, Pleasure and the “Frenzy of the Visible” (Hard Core. Poder, placer y el “frenesí de lo visible”), analiza las tramas a las que el género pornográfico recurre para hacer visible lo imposible. Detrás de esta fijación por la visibilidad opera el ansia de poder en su necesidad de hacer de todo algo cuantificable–un saber. Nada debe escapársele; todo debe responder, ser predecible, localizable, estar bajo control. Incluso, perder ese control que nunca se tuvo tiene que estar bajo control. Sin embargo, cuando se trata de la sexualidad humana, algo se escapa… siempre.
El orgasmo femenino –por así invocarlo– es intocable por la cámara en su intento de trazar una scientia sexualis. Busca una confesión absoluta del cuerpo en sus convulsiones involuntarias, para así saber que, en efecto, ha ocurrido algo. Algo real. De igual forma, si ocurre algo “involuntario” se sugiere que todo lo que le precede y sigue emerge de una “voluntad” concreta, singular y final. Se recurre una y otra vez a la imagen del pene en eyaculación. Así, con los espasmos y la externalización de lo interno (el semen), la promesa es hacer explícito lo implícito y por ello hay una intimidad alusiva a algo demostrable, algo neto.[1]
Quizás por el afán de este “frenesí de lo visible”, en el imaginario cinematográfico de la cultura popular Deep Throat (Damiano, 1972) comienza a trasladar el placer femenino al rostro por medio de la oralidad. Ya que ésta es más expresiva, se pretende significar así el placer femenino. Cuando un pene eyacula en la pantalla, usualmente sobre el rostro de una mujer que actúa extasiada al recibir el líquido ajeno en sus pestañas cargadas de rímel, comprendemos que hemos visto una porno y que ha concluido. Podemos estar satisfechos: ese algo ha pasado, y ahí estuvimos nosotros como un alguien.
Aunque ahora hay otros intentos de representar el orgasmo de la mujer (como las eyaculaciones vaginales, squirting, e inclusive por medio de historietas en las que se traza el interior de la vagina con corrientes eléctricas), lo cierto es que el placer, aun el del hombre, escapa la representación. Lo que vemos es un órgano cumpliendo una función corporal, mas no el goce, ya que éste ocurre siempre en primera persona, en un diferir de sí continuo y constante. No hay acceso al goce del otro. Sin embargo, en la evolución de las tramas del porno, engañar a la mujer se ha vuelto con el tiempo una premisa más, necesaria para significar el placer: debe mostrarse que se le paga menos de lo acordado, que se le hace algo que no esperaba, que es aventada por la borda de un barco o que se le niega algo prometido, como una green card.[2] Así también, por medio del dolor y la decepción, se pretende vislumbrar y verificar.
Esto es equivalente al fetiche con el realismo. Ya sea con webcams o cámaras digitales, este efecto realidad –un video casero o uno filmado sin el consentimiento ajeno, de preferencia a través de la lente de un teléfono celular, con el efecto chafita que es equiparable a realidad– se vuelve una fascinación imperante.[3] Por ejemplo, en los sitios web en los que se presentan videos de mujeres orinando en baños públicos, ya se ha vuelto un sello grabar a la “protagonista” en sus “actividades diarias”, para así poder decir: “Lo ven: es real, es una persona real, realmente la has visto realmente orinar”. La realidad es un efecto; uno que hechiza, ya que parece ofrecer una verdad que nos desobliga de toda responsabilidad –un punto de referencia total desde el cual se puede catalogar lo que sea con certeza absoluta.
Hace poco, navegando las interfases de la ociosidad y la antropología, me crucé con un sitio en el cual, por medio de una especie de estetoscopio/consolador, se mira dentro del cuerpo de una mujer. Este artefacto falico-transparente se introduce y abre la vagina, como si de un examen ginecológico se tratara (y ¿acaso no?). La intención: ver algo que se dice “perder” en la primera penetración vaginal de toda mujer: la virginidad. La insaciable insistencia por localizar un origen –una pureza, un límite que trasgredir.[4]
¿Qué mayor nostalgia que la que produce esto? El himen de cerca, en pantalla. Una membrana cuyo significado se equipara con la pureza, la autenticidad –lo infalsificable: Ahora lo ves, ahora no. “Algo realmente real ha sucedido; lo puedes verificar” “Ha desaparecido…, ¿ves?”. En esta trama se dibuja un tránsito nostálgico al pasado del porno. También en el impulso retro tendemos a buscar un génesis, ese algo verificable. En las stag films, esas primeras filmaciones producidas para ser vistas usualmente por grupos de hombres en fraternidades universitarias, las imágenes solían basarse en la exploración del cuerpo de una mujer, como si se jugara al doctor. La secuencia generalmente culminaba con acercamientos borrosos a la desconocida oscuridad entre la labia abierta.
En filmaciones porno de principios del siglo xx hay un elemento recurrente que ahora se ha difuminado en la obsesión con el realismo: el sentido lúdico. Es posible encontrar parejas riendo, jugando; parece que se divierten, y el final del intercambio suele marcarse con un abrazo. Actualmente el aura de la escena es mistificada, y la humillación light desfila como la manifestación necesaria para cerciorarse de que una voluntad ha sido violada por el apetito de otro. El movimiento que aquí se suscita es casi irónico; primero se busca una seguridad ontológica para después de-mostrar que ésta es permeable; es decir, que no es una base sólida, que se puede fracturar.
Así, la narrativa no ha cambiado mucho desde los años setenta (década en la que el porno llega a la pantalla grande, cuando los cines porno aún eran concurridos). La trama común era el problema del placer, generalmente puesto en marcha y simbolizado por una mujer que no encuentra lo que le sería suficiente para marcar/verificar su goce. La tendencia retro la vemos también en los videos amateur, que al igual que el porno setentero muestran a personas con vello y cuerpos no atléticos en actos sexuales, sólo que en ausencia de la genial música funk de las producciones de antaño. Ahora mirar cuerpos no-ideales es también un ideal, como quien adquiere las grabaciones de lo que acontece en los moteles de su ciudad, para así observar los actos de sus conciudadanos, de sus vecinos. Pero en los setenta uno, por lo menos, se sabía pervertido porque acudía al tan señalado cine porno. Aún existía el plus de esa confrontación personal con alguien más, aún había que acudir a un espacio público para mirar imágenes porno en movimiento.
En los ochenta surge el video casero (las afamadas cintas Beta) y las primeras mujeres que dirigen porno. Las tramas se modifican con los avances tecnológicos; el acceso cambia. Las parejas podían rentar y ver videos juntos, en casa. Comienza así un desplazamiento de las grandes narrativas y producciones a las subcategorías, hacia lo específico. La identidad resurge como parte de la premisa de las fantasías, como su reflejo. Muestra clara del capitalismo tardío, el yo se define por sus preferencias de consumo. La pregunta central de la trama vira hacia un “¿Y tú a qué le entras?”. Ahí encontramos la nostalgia por una seguridad ontológica imposible, que osa trazar su eje en la peculiaridad de sus gustos–la obsesión, la fijación.
En seguida llegan las cámaras y los efectos digitales, los dvd, la microtecnología, la televisión de paga, la Red, la piratería. Es abismal; no nos damos abasto para cerciorarnos de que hemos visto algo obsceno. Vértigo. Las funciones digitales permiten enfocarse con singular precisión en imágenes y secuencias hiperespecíficas; no por ello nos salimos de lo sistémico, ya que incluso lo peculiar y eventual está catalogado. Nada es suficiente: lo grotesco, la violencia, la privacidad ajena, los géneros más bizarros y particulares, la inocencia (perdiéndose), los efectos especiales, ni siquiera los retro o chafita. Es como si se disecara un cuerpo y se cortara en pedacitos hasta que ya no quedaran indicios de aquello que incitó la búsqueda: la pregunta, el sujeto, el objeto. Prórroga.
Con la distancia del monitor y el supuesto anonimato de la red de por medio, la fantasía de un panóptico voyeur aparece como un ideal onanista total. Pero este efecto panóptico es aparente en su lectura literal: somos el punto ciego.[5] Se torna casi creíble que esta distancia existe, que prevalece la posibilidad de ser inmune al discurso. Presa fácil. La fascinación obvia la producción; nos toma por sorpresa. Las imágenes se asumen como ideales afectivos, como las profundas verdades de un instinto natural y genuino, clics predecibles, como un mapa de reacciones calculadas. ¿Visa o American Express?
El porno, con todo su halo de trasgresión y aventura en lo prohibido, suele ser una manifestación normativa más, que define con narrativas tautológicas aquello que reta y evade a la definición misma. Aporía/deseo. Raya en lo que la pretensión de trasgresión tiende: una exigencia de que se desnude por completo la Ley, para poder saber de qué se trata todo. Por ello, se deja de crear subjetividad y meramente se juega a intentar burlar la ley: el confort.[6] La mirada se voltea al pasado para ver si quizás ahí se encuentra lo que es la sexualidad humana. Empirismo por empatía.[7] Fantasía de control, angustia ante lo desconocido, pánico a la muerte, la narrativa de un moralismo rampante. Así es: el porno es moralista. La primera imagen que sugerí al inicio de este segmento –el túnel de luminosidades aplazadas que aparece al virar la cámara hacia la pantalla para intentar registrar su mirada– es la única imagen explícita. En ella al menos se hace aparente que lo que ocurre es un continuo y luminoso diferir. ¿Sería esto cuatro X?


INTIMIDAD
Orgasmo es el vórtice de la risa generalizada de los cuerpos.
Alphonso Lingis, Trust
En la introducción de Crítica de la razón cínica, Peter Sloterdijk propone que la filosofía ha sido tomada cautiva por las estrategias del poder, tornando en un artilugio más de la ecuación que indica que el saber es poder. La filosofía comienza por el amor y se dirige a la sinceridad. No se llega a un conocimiento, sino a una epifanía cuyo eje es el amor en su diario vivir. No es un arma del sujeto en una campal de ajedrez; es el sujeto mismo quien muta para poder tocar y expresar su verdad.
La pornografía está llena de afectos, los desplanta y presenta ante el observador, cuyo cuerpo reacciona. La invitación está hecha, y los flujos incitan a imaginarnos ahí, así. Se instigan fantasmas que se desatan, e inundados por las particularidades de nuestras fantasías se desencadenan recurrencias. Eso es todo, lo mismo que sucede cuando una palabra o un gesto provocan asociaciones. Estas asociaciones no son gratuitas ni inocentes; llevan las marcas precisas del poder político, del orden establecido, de sus tramas y de su preservación en la identidad y la creencia. En nuestros actos y fantasías sexuales se develan las narrativas que nos habitan… y acosan.
Un objeto en una vitrina del museo, no un ritual dinámico; como una pieza arqueológica que para cuando la vemos ya nada tiene que ver con su simbolismo original, ya que ahora es una pieza arqueológica. Aquello con lo que “empatizamos” es una actuación, un trabajo–algo útil, un producto educativo. El dinero mediando el simulacro de permisividad. A veces hermoso y monstruoso, divertido y extraño, a ratos aburrido y espeluznante: una imagen más. La desnudez un disfraz. Maniobra apócrifa de intimidad panóptica seudovoyeur. Es quizás el fingir lo que estimula al espectador: “Fingen para mí; para mi mirada; por ello, tengo poder… adquisitivo…existo”. La puesta en escena no es obra de la mirada, sino que es la mirada la que es objeto de modificaciones teledirigidas. La distancia es total en su nulidad (amén de fantasías desatadas; eso es y nada más: porno: moneda).
Hoy en día vivimos bajo el peso de la obligación de un goce normativizado. Sus formas y cualidades están ya designadas y calculadas por la mirada médica, aquella mirada que promete disociar al observador de lo observado. Sin embargo, justo en lo erótico, algo nos rebasa. En el goce mismo no hay acceso al otro, a su goce, ya que se vive en primera persona. Esta obligación es el rostro neoliberal de una ansiedad ante la diferencia que busca cancelar y neutralizar lo otro, silenciarlo bajo su agujerada lógica del empirismo cínico. Así surge y cobra ímpetu esta compulsión por hablar de sexo, que no sólo no es lo mismo que hablar desde la sexualidad, sino que de cierta forma es lo opuesto. Hablar desde la sexualidad transita por la inevitabilidad del involucramiento propio con y desde aquello que nos rebasa, mientras que hablar de sexo es un intento por desarmar y contabilizar desde la función y perspectiva de un yo vigilante, desde el delirio de la objetividad. Es una construcción para evitar la inmanencia y el espacio. Es la diferencia entre el vértigo de un beso y las estadísticas de Masters y Johnson.
La intimidad amenaza lo útil, por su espontaneidad y la radiante apertura para con el presente y lo ajeno –asume lo implicados que estamos en vivir.
Ahora pienso en la cantidad de pastillas que hay para regular el “rendimiento” sexual e inclusive aliviar la timidez o el nerviosismo, el insomnio o la ansiedad.
Ahora pienso en el contacto. Ahora pienso en la radical diferencia de alguien más.
Ahora quiero cerrar los ojos.
Ahora sueño en lo posible y lo imposible.
Ahora, un poema que aún está por escribirse, en vez de un manual de instrucciones, escrito por un gangster y globalizado por la inercia.


BIBLIOGRAFÍA
Jean, Baudrillard, El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, 1997.
Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Siglo xxi, México, 1987.
Félix Guattari, Soft Subversions, Semiotext(e), Nueva York, 1996.
Alphonso, Lingis, Trust, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2004.
Peter, Sloterdijk, Critique of Cynical Reason, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1987.
Linda, Williams, Hard Core. Power, Pleasure and the “Frenzy of the Visible”, University of California Press, Berkeley, 1989.
–––, ed., Porn Studies, Duke University Press, Durham, 2004.
Naief, Yehya, Pornografía. Sexo mediatizado y pánico moral, Random House Mondadori, México, 2004.

Notas
[1]Externo/interno, explícito/implícito, voluntario/involuntario son términos que se definen y, por ende, cancelan mutuamente.
[2] En casos como el de la green card prometida y luego negada, la recurrencia de la necesidad del poder económico para “controlar” el cuerpo es aparente. Se trata quizás de una ironía por medio de la cual se busca el engaño por parte de la mujer, para así confirmar el dominio, ya que si ella finge, lo hace por deber y si siente ese deber se “verifica” el ejercicio del terror.
[3]Quisiera considerar de qué formas se utiliza este efecto chafita (de mala calidad) en propagandas políticas y en la publicidad para aludir y apelar a una noción/imagen construida de lo popular, concepción fabricada cuando se equipara la carencia de recursos con la naturalidad y la autenticidad. Así, al hacer por medio de un des-precio (parte del look es que cuesta menos) como si se entendiera, como si se compartiera una realidad, que en el fondo es representada por dicha facción, abiertamente asumen que fingen y por ello se les otorga credibilidad.
[4]Si se logra verificar una ley ontológica/metafísica de manera absoluta, entonces se puede pretender estar por encima de ésta. La burla.
[5] Es decir, resulta claro que en el caso de ver sin ser vistos desde una inmersión en el flujo de imágenes lo que se cesa de registrar son los efectos de éstas en la mirada misma, en la subjetividad. La subversión inversa ocurre.
[6]Esto me recuerda la forma en que Octavio Paz, en la entrevista con Claude Fell (Plural, no. 50, 1975), trata la impunidad de la figura de autoridad masculina en la historia y el mito mexicanos: “El caudillo es heroico, épico: es el hombre que está más allá de la ley, que crea la ley”. En tanto, estar afuera de la ley es también ser la ley. O como sugiere la canción Jefe de jefes de los Tigres del Norte: el jefe de jefes es aquel cuya palabra es la ley.
[7]Éste es un tema que reitero a través de mi trabajo. Lakoff y Johnson lo tratan ejemplarmente en textos como Philosophy in the Flesh (1999), en el cual demuestran con precisión y atención los fundamentos metafóricos del empirismo, develando que se trata de una construcción histórica, mas no de un eje de encuentro transparente con la realidad.


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