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domingo, 29 de enero de 2012

ANDANZAS EN LA SIERRA TARAHUMARA, por Graziela Altamirano


Andanzas en la Sierra Tarahumara*Graziela Altamirano


E n gran parte de la Sierra Madre Occidental, en el estado de Chihuahua, han vivido por muchos años los tarahumaras. Éste es uno de los diversos grupos indígenas de México. En una de las regiones más altas de la sierra hay una gran planicie rodeada de bosques de pinos y encinos, quebrada por profundos cañones y regada por abundantes ríos que se dispersan en infinidad de arroyos y bellísimas cascadas que forman un espléndido paisaje.
En medio de una región de manantiales y riachuelos se encuentra un pequeño pueblo llamado Guachochi, nombre que significa “lugar de garzas azules”, porque allí habitan numerosas aves acuáticas.


A finales del siglo pasado Guachochi era un pueblo, como otros de la sierra, habitado principalmente por indios tarahumaras que mantenían una mezcla de creencias entre su religión y la que les predicaron los misioneros jesuitas durante la época de la colonización española. Hasta allí habían llegado los misioneros a enseñar a los indios la religión cristiana y nuevas costumbres para vivir mejor, como son el uso de animales domésticos, del arado y algunos cultivos de frutales y diversas semillas. Sin embargo, muchos tarahumaras vivían aún en cuevas, en las laderas de los montes o en los cañones solitarios, y mantenían intactas sus propias tradiciones y creencias religiosas.

En la entrada del pueblo de Guachochi, donde corría un arroyo con aguas cristalinas y crecía un conjunto de frondosos pinos, unas cuantas casitas de madera parecían cobijarse a la sombra de aquellos imponentes árboles. En una de estas chozas vivía Juaní, un pequeño tarahumara.


Juaní era un muchacho de doce años, inteligente, vivaracho y en continua actividad. Como todos los de su raza tenía la piel color de chocolate claro y llevaba el cabello largo, pero algo lo hacía diferente a los demás: sus ojos, muy brillantes y avispados.
Era delgado, pero fuerte y resistente y, a pesar de su corta edad, ya era un excelente corredor como todos los tarahumaras, quienes se han llamado así mismos rarámuri, que quiere decir “los de los pies ligeros”. Los hombres de esta tribu han sido reconocidos como los mejores corredores de resistencia.


Además de la lengua tarahumara Juaní sabía hablar el español, pues lo había aprendido en una escuelita para indios que se había establecido cerca de Guachochi; ahí acudía, junto con otros chicos, a aprender a leer y escribir.
Juaní jugaba con los demás niños de la aldea al tiro al blanco con arcos y flechas que ellos mismos construían. También participaba en competencias de carreras como las que hacían los grandes de la tribu. Pero el juego que más le gustaba era el de la taba, que se jugaba con huesitos de venado o de cabra que se arrojaban al suelo y según la posición en que ca- yeran tenían un valor diferente. El niño que alcanzaba más puntos ganaba granitos de maíz, Juaní pasaba largas horas jugando a la taba, y con frecuencia llegaba a su casa con los puños llenos de maíz.
Por ser el mayor de los hermanos, Juaní tenía que ayudar a su padre en la siembra y co-secha de maíz y acompañarlo a cazar venados y ardillas, mientras su madre se quedaba con los más pequeños haciendo la comida y tejiendo frazadas y ceñidores de vistosos colores.
Cuando no jugaba con los otros chicos o acompañaba a su padre a cazar, Juaní cuidaba las cabras de la familia y se sentaba debajo de un árbol con el violín que su papá tocaba en las ceremonias del pueblo. El violín era un instrumento musical muy conocido entre los tarahumaras y a Juaní le gustaba mucho.


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Andrés el adivino


Juaní había crecido en una familia muy respetada en el pueblo, ya que su abuelo Andrés era un famoso curandero y adivino a quien acudía la gente de la aldea cuando se enfermaba. Además, como era uno de los principales sacerdotes, dirigía las ceremonias y los bailes que se efectuaban en tiempos de sequía para pedir la lluvia al Padre Sol y a la Madre Luna. La danza para los tarahumaras era algo muy serio y de gran ceremonia. Más que una diversión, era una especie de culto y de encantamiento.


A Juaní le gustaba acompañar a su abuelo como ayudante en las curaciones y, cuando había bailes especiales, permanecía cerca de él sin perder detalle de la ceremonia.

Andrés tenía un aspecto singular y misterioso. La blancura de sus cabellos, las arrugas de su rostro y lo poblado de sus blancas cejas le daban un aire enigmático. Era reservado, solitario y hablaba poco, pero con Juaní actuaba de otra manera. Sabía bien que el brillo de los ojos chispeantes de Juaní, su mirada atenta y penetrante, lo hacía un niño diferente a los demás.

El abuelo Andrés sabía que si Juaní seguía sus enseñanzas, algún día podría tomar su lugar como adivino y curandero. Como Juaní tenía ya 12 años, empezaba a enseñarle los secretos sobre los mensajes que enviaban los dioses a los tarahumaras y los poderes que la naturaleza ejercía para comunicarse con ellos.
Una tarde calurosa de junio, en que la temporada de secas se había prolongado y comenzaba a hacer estragos en las siembras por la falta de agua, Juaní acompañó a su abuelo a hacer una curación en la aldea cercana. Cuando regresaban vieron que el tiempo empezaba a cambiar y una negra masa de nubes se aproximaba presagiando tormenta. A Juaní le brillaron los ojos más que nunca y le gritó al abuelo.


—¡Mira, la lluvia viene! ¡La lluvia viene!

El viejo, gran conocedor de los fenómenos naturales y del curso de los vientos, se dio cuenta de que los negros nubarrones saturados de agua sólo pasarían a toda velocidad, empujados por el viento que los llevaba a lugares más lejanos.



—Parece que Tata Dios no quiere mandar la lluvia, hijo. Últimamente está muy enojado —dijo el abuelo.


Los ojos de Juaní se opacaron.

—¿Por qué había de estarlo? —preguntó.
—No sé —respondió el viejo—, quizá porque no muy lejos de aquí, los blancos han traído esos grandes gusanos de larga lengua y crecida barba que echan humo y dejan a los indios fuera de la vista de Tata Dios, que ya no los puede cuidar. Tal vez por eso Tata Dios se enojó y no envía las lluvias.


El abuelo se refería al ferrocarril que, por aquel entonces, empezaba a extenderse por la sierra de Chihuahua. En ese tiempo, se construían vías en todo México para comunicar a las grandes ciudades y transportar productos hasta los lugares más apartados. En el pasado, los blancos habían despojado a los tarahuma-ras de sus tierras para cultivarlas; ahora los indios veían que también se las quitaban para que pasara el ferrocarril.
—Hay tiempos malos cuando los dioses se enojan y no mandan la lluvia —continuó el viejo—, entonces la Luna, que es la encargada de hacer llover, se enferma y no puede cumplir su tarea porque los dioses están enojados. Es preciso curarla cuanto antes, ya que mientras siga enferma no va a llover, ni van a brillar las estrellas en la noche, porque reciben la luz de la Luna, y el mundo se pondrá triste.
Juaní sabía que el abuelo no sólo curaba a los hombres de la tribu y a los animales, sino que también podía curar a la Luna y al Sol, si éstos se enfermaban.
—¿Entonces, vamos a hacer yumari? —pre-guntó Juaní.
—Sí, hijo —contestó el abuelo—, esta noche vamos a hacer yumari.

La danza y la lluvia
El yumari es uno de los bailes más importantes de los tarahumaras. Se efectúa durante una no-che entera para ayudar al Padre Sol y a la Madre Luna a producir la lluvia. En esta danza se imitan los movimientos de los venados, que también están muy interesados en que llueva.
El viejo dijo a Juaní que los animales habían enseñado a bailar a los tarahumaras y le explicó que no eran seres inferiores, sino que entendían de magia y ayudaban a atraer la lluvia.
—En la primavera —le dijo—, el gorjeo de los pájaros, el arrullo de las palomas, el canto de las ranas, el chirrido de los grillos y los mil ruidos que emiten los habitantes del bosque, son peticiones a los dioses para que envíen el agua, ¿qué otra razón tendrían para cantar? También los venados saltan y hacen cabriolas para llamar la atención de los dioses y que éstos se pongan contentos y hagan llover.
Durante el regreso a su casa, Juaní permaneció callado reflexionando sobre las palabras del abuelo y contemplando las nubes que formaban un desfile de animales fantásticos que danzaban en el cielo.
Esa noche se reunió el pueblo para bailar. Todo estaba preparado: habían elevado una cruz y encendido una gran hoguera.
A la hora fijada, después de la puesta del sol, el viejo Andrés sacudió una sonaja para avisar a los dioses que el baile iba a comenzar. Acto seguido, se puso a dar vueltas alrededor de la cruz, canturreando y marchando al compás de la sonaja que movía de abajo hacia arriba; dio la vuelta ceremonial deteniéndose por unos segundos en cada uno de los puntos cardinales, y después comenzó su danza. Poco a poco fueron uniéndose hombres, mujeres y niños que habían acudido a tan importante reunión.
El yumari consistía en pasos cortos hacia adelante y hacia atrás, en una marcha cerrada. Los indios, envueltos en sus frazadas, se alineaban a ambos lados del adivino, tocándose con los hombros y fijos los ojos en el suelo. Las mujeres danzaban por separado detrás de los hombres. De este modo, todos avanzaban y retrocedían, formando una curva alrededor de la cruz.
Juaní no estaba con los otros niños de su edad que también danzaban lejos de los mayores. Trataban de estar lo más cerca posible del abuelo y, aunque ya había participado en ceremonias similares, la de esta noche era muy especial. El fuego iluminaba en forma extraña a todos los danzantes que parecían flotar en el aire, mientras repetían los cantos acompañados en una atmósfera de singular encanto.
Los cantos del yumari decían que el grillo quería bailar, que la rana quería bailar y brincar, que la garza azul quería pescar, que la lechuza y la tórtola estaban bailando y la zorra gris aullaba, de tal forma que pronto comenzarían las aguas.
La danza continuó sin interrupción durante horas y horas con aquel movimiento rítmico y regular dirigido por el adivino, que sacudía su sonaja con entusiasmo y energía golpeando con el pie derecho contra el suelo, como para poner énfasis en las palabras que salían de su boca con voz fuerte y resonante. Con su fervor se empeñaba en sacar a los dioses de su indiferencia.
Mientras los grandes bailaban, los niños empezaron a cansarse y se fueron quedando dormidos uno a uno. Juaní, aunque se esforzó en permanecer despierto, también se durmió debajo de un árbol mientras pensaba que el Lucero de la Mañana miraba bailar a sus hijos, los tarahumaras de la sierra, y enviaba sus últimos rayos sobre la fantástica escena, antes de la llegada del astro del día: el Padre Sol.




Los grandes continuaron con la segunda parte de la ceremonia, que se efectuaba cuando el primer rayo de la rosada aurora anunciaba la llegada del sol. Entonces dejaron de bailar, ofrecieron a los dioses la comida que habían preparado y las jícaras llenas de tesgüino, una bebida muy importante para ellos hecha con maíz y parecida a la cerveza. Después todos se pusieron a comer y a beber tesgüino.


Cuando Juaní despertó, todo había terminado. Ya no vio al abuelo. Seguramente se había retirado a su solitaria casa en la montaña. Muchos seguían bebiendotesgüino y otros ya se habían embriagado con sus efectos; Juaní y su familia se encaminaron a casa.
Pasaron varios días y la lluvia no hacía su aparición. Todo continuaba seco y triste. Entonces la gente del pueblo decidió consultar al adivino Andrés sobre la conveniencia de hacer otro yumari, y éste dio su consentimiento para que se llevaran a cabo los preparativos.

* Altamirano, Graziela, Andanzas en la Sierra Tarahumara, México, sep/Instituto Mora (Colección el tiempo vuela), 1994.

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