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jueves, 21 de noviembre de 2013

FARABEUF EN EL ÓMNIBUS, de Jorge Esquinca


copiado de GACETA del FCE, agosto  del 2001. Número 368

Farabeuf en el ómnibus
✸ Jorge Esquinca

¿Recuerdas…? Se trata de un hecho
que, ahora, es imposible precisar.
Tenías dieciocho, diecinueve
años. Inmóvil, recargado contra
el muro de mosaicos desteñidos, en el pasillo
de esa universidad, recorrías con la mirada
las ventanas rectangulares de las aulas,
los campos entonces baldíos donde las vacas,
macilentas, deambulaban entre los estudiantes
de pelo largo, morral al hombro y las muchachas
de minifalda tableada, tal vez lánguidas,
rubias. Muchachas como vistas por
la vez primera, que olían a perfume fino,
aplicado minuciosamente sobre el cuello, en
las axilas. Es posible, por lo tanto, conjeturar
que, tras el roce de esas faldas, entre el incesante
zumbido de las moscas, escuchaste —o
imaginaste escuchar-— los retazos de una

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conversación. Alguien, a tus espaldas, tras el
barandal, entre los arbustos dijo algo acerca
de un libro: “un libro que cuenta la historia
de un sólo instante”. La voz se filtraba por
las hojas de los setos, entre los rosales marchitos,
mientras tú, sin dejar tu sitio junto al
muro de mosaicos, mirabas pasar a las jovencitas
sonámbulas, y a las vacas. “En ese libro
que cuenta la historia de un instante se cifra
el enigma de una vida”, dijo la voz entre las
ramas, con el último hálito del día.
Sí, recuerdo. Era la estación más seca del
año, en una ciudad de provincia. Olía a marihuana
en los pasillos de la universidad,
había música de cítaras, charangos destemplados,
niñas lánguidas de pechos afilados,
pantalones de mezclilla, sandalias, minifaldas.
El sol, el último, tal vez estaba ahí, como
un coágulo sobre nuestras cabezas. Las
vacas bostezaban entre moscardones. Estoy
seguro que tú lo recuerdas, tenías dieciocho,
diecinueve años. Detenido, bajo la pesantez
de un sol oleaginoso, en el sopor de la canícula,
entre las moscas verdes, coléricas. Escuchaste
entonces, en tu sitio de indolente
vigía del solar universitario, o creíste escuchar,
una voz, un nombre…Farabeuf…”Sí, la
experiencia de entonces era una sucesión de
instantes congelados”.
¿Recuerdas? Pero nunca podrías precisar
con exactitud cómo vino a dar a tus manos
ese libro. Recuerdo que, antes de subir al ómnibus,
mirabas con detenimiento la portada.
Trazos que semejaban las huellas que la sangre,
luego de un corte brusco, deja al saltar
sobre un vidrio o un muro. Recuerdo que mirabas,
ya en tu sitio, en el asiento número 3,
la fotografía del supliciado chino y tratabas
de adivinar, antes de leer siquiera la primera
página, si ese rostro indefinible podría ser el
mismo que, mediante una operación mental,
tú habrías de imponerle a la voz tras los arbustos.
Antes de leer siquiera la primera página,
bajo la tenue luz de la lamparilla adosada
en el techo del ómnibus, miraste con detenimiento
esa fotografía. Era sin duda una de
esas imágenes-zahir que, como el libro mismo
o, mejor dicho, como la substancia misma
que anima las páginas de ese libro, tienen la
cualidad de volverse inolvidables.
¿Recuerdas? Tras la ventanilla, cuya cortina
habías descorrido en un vano intento de
posponer esa contemplación, las luces amarillas
de los gallineros en la distancia, bajo un
cielo vagamente estrellado. Farabeuf fue entonces
algo más que un sonido pronunciado
por una voz imprecisa, un conjunto de signos
sobre la página, un nombre, una cifra
¿de qué? Abajo, en letras más pequeñas lees:
Salvador Elizondo. Pero las letras se borran y
en su sitio reaparece la fotografía del supliciado,
el rostro anónimo que se alza hacia un
cielo vacío, en el colmo del dolor, en el colmo
del placer. Tal vez fue en ese instante cuando
apartaste la mirada y recargaste la frente en
la ventanilla. Sentiste entonces el contacto
sólido del vidrio helado sobre el que comenzaban
a resbalar unas gotas negras de lluvia.
Con los ojos cerrados te esforzaste en recordar
la naturaleza de esa voz que, días antes,
inmóvil en tu sitio de dudoso guardián de
un territorio perdido para siempre, habías
escuchado entre los arbustos. Cerraste los
ojos y volviste a abrirlos casi inmediatamente.
Un presentimiento atroz, un lento escalofrío
como el trazo de un bisturí…
¿Recuerdas? Sí, recuerdo la noche, las luces
amarillas de los gallineros, un cielo con
unas cuantas estrellas… Sin embargo no te es
posible establecer el momento exacto en que
comenzaste a leer esa novela… La noche era
un largo camino, un libro que se escribía
conforme avanzaba el ómnibus y tú recorrías
las páginas con la avidez de quien está siempre
al filo de hallar en ese texto la clave de un
secreto que habrá de revelarle el sentido último,
prístino quizá, de su propia existencia.
Sí, recuerdo. Con las primeras luces comenzaron
a perfilarse los cerros. Habíamos
viajado, habíamos leído durante toda la noche.
Apagaste la lamparilla, ya inútil ante la
claridad que se extendía en el interior del
ómnibus. Al llegar a las últimas páginas te
distrajo el reflejo de algo que vagamente parecía
configurarse en la ventanilla, surcada
todavía por tenues estrías de lluvia que con
el sol rojizo del amanecer adquirían un tinte
sangriento. Una imagen aparecía sobre el vidrio
traslúcido, como en una placa fotográfica.
Era, sí, lo supiste en un instante que no
podrías olvidar jamás, el rostro que anhelabas
imponerle a la voz inefable que te condujo
hasta el libro, era el rostro paroxístico del
supliciado chino que se alza para recibir de
un golpe toda la luz del cielo, era —ahora lo
recuerdas— tu propia cara.
ss

ss

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